El Día que Uruguay Conquistó el Mundo

La Supremacía de Uruguay

En Noviembre de 1933 The New Yorker publica un breve cuento de ciencia ficción titulado “La supremacía del Uruguay”, firmado por Elwyn Brooks White, premiado autor de historias que fueron llevadas al cine, como Stuart Little, La telaraña de Charlotte y La Trompeta del Cisne.

Ésta historia relata cómo Uruguay logra conquistar y dominar el mundo.


Quince años después de que la paz en Versalles se hubo establecido, Uruguay tomaba posesión de un fino secreto militar. Este era un invento, muy simple de hecho, tan barato en su construcción, que no cabía la menor duda de que le permitiría a Uruguay dominar a alguna o a todas las demás naciones de la Tierra. Naturalmente los dos o tres hombres  de  estado  que  sabían  sobre  esto  tuvieron  visiones  de  grandeza;  y  aunque  no  había nada en la historia que indicara que un país grande fuera en alguna medida más feliz que uno pequeño, estaban muy ansiosos por ponerlo en marcha.

El inventor del dispositivo era un recepcionista de un hotel de Montevideo llamado Martín Casablanca. Él había tenido la idea en cuestión durante la campaña de la alcaldía de 1933 en la ciudad de Nueva York, en donde se encontraba asistiendo a una convención para hoteleros. Una tarde de noviembre, poco antes de la elección, se encontraba deambulando por el distrito de Broadway cuando se topó con una manifestación en la calle. Una plataforma había sido erigida en la marquesina de uno de los teatros, y en un intervalo entre los discursos un joven distante que vestía un sobretodo cantaba frente a un micrófono. “Gracias”, cantaba suavemente, “por todas las adorables delicias que he encontrado en vuestro abrazo…”. La inflexión de las palabras de amor era la de una voz que murmura, pero el volumen del sonido amplificado era enorme; se prolongaba por cuadras, en lo profundo de las filas del electorado. El uruguayo hizo una pausa. No le era desconocida la delicia de un adorable abrazo, pero según él este había tenido un tono más grave, concentrado. Este sonido público, en expansión, tuvo un curioso efecto en él. “Y gracias por las noches inolvidables que nunca podré reemplazar…”. El público se balanceaba contra él. En medio de la tan iluminada esquina donde se encontraba una aglomeración de cuerpos, el sonido dominante y minucioso del cantante melódico lo golpeó fuerte y por unos segundos, como más tarde se daría cuenta, lo entonteció. Las caras, las máscaras, el aire frío, las luces de los anuncios publicitarios, el ascendente vapor de la gigantesca taza de café de A&P sobre la Calle 47, todo esto agregaba a su encantamiento y su desequilibrio. De todos modos, al marcharse y alejarse de Times Square y de los fuertes sonidos viscosos de ese adorable abrazo, este era el pensamiento que rondaba su cabeza: Si me trastornó el oír un canturreo tan suave apenas amplificado, ¿qué no me podría hacer escuchar un sonido mucho más fuerte y mucho más amplificado?

El Sr. Casablanca se detuvo. “!Por Dios¡”, se susurró a sí mismo; y su propio susurro lo atemorizó, como si este también hubiera sido amplificado.

Abandonó la convención y partió hacia Uruguay a la tarde siguiente. Diez meses más tarde había perfeccionado y entregado a su gobierno una máquina de guerra única en la historia: un avión radiocontrolado el cual cargaba un fonógrafo eléctrico con una bocina  aerodinámica  retráctil. Casablanca  había  encontrado  al  tenor  más  potente  del  Uruguay y había grabado la estrofa que había oído en Times Square. “Gracias”, gritaba el tenor, “por las noches inolvidables que nunca podré reemplazar…”. Casablanca se encargó de aumentarlo ciento cincuenta mil veces, y manipuló la grabación de tal manera que repitiera la frase eternamente. Su teoría era que un escuadrón de aviones sin piloto, esparciendo  estos  insoportables  sonidos sobre territorios extranjeros inmediatamente reduciría a la población a la locura. Luego, Uruguay, sin prisa, podría enviar su armada, dominar a los idiotizados y anexionar las tierras. El futuro se veía más que interesante.

En estos momentos, el mundo estaba siendo arrastrado a una fase nacionalista. Los increíbles  cánceres de la Guerra Mundial habían sido olvidados, los armamentos estaban siendo reconstruidos, el odio y el miedo se asentaban en cada ciudadela. El Convenio de Ginebra había sido prolongado, por el simple hecho de cambiar el centro del desarme a una ciudad amurallada en una isla neutral y acuartelar a los delegados que aguardaban  en  los  destructores  de  sus  respectivos  países. El  Congreso de los Estados Unidos se había apropiado de otros cien millones de dólares para su programa naval; Alemania había expulsado a los judíos y refundido el acero de sus cascos en un molde mejor; el mundo volvía a vivir el prólogo de 1914. Uruguay aguardó hasta que creyó que el momento era conveniente, y luego atacó. A la noche se apresuraron veloces y fulgurantes aeroplanos sobre los inactivos hemisferios, y así cayó sobre todo el planeta, exceptuando a Uruguay, un sonido que jamás había sido oído ni en la tierra ni en el mar.

El efecto fue tal cual Casablanca lo había predicho. En cuarenta y ocho horas los pueblos estaban completamente locos, destrozados por un ruido imposible de erradicar, sus oídos deshechos, sus mentes inestables. Ningún tipo de defensa había sido posible, ya que en el momento en que alguien quedaba expuesto al sonido perdía su cordura y, al estar perdido, demostraba ser militarmente inútil. Luego de que los aviones se hubieron alejado, la vida continuó, en gran parte, como era antes, excepto por el hecho de que era más segura al haber desaparecido la cordura. Nadie podía oír nada, salvo el ruido en su propia cabeza. En el momento preciso en que la población había sido alcanzada por el ruido, habían habido, por supuesto, algunos incidentes bastante graciosos. Una señora de Filadelfia del Norte resultó estar hablando con su carnicero por teléfono. “Gracias”, ella  simplemente  le  había  dicho,  “por  aceptar  ayer  la  devolución  de  ese  filete  en  mal  estado. Y gracias”, agregó mientras el avión sobrevolaba, “por inolvidables noches que nunca podré reemplazar”. Los operadores de la máquina de linotipo, que se encontraban en los talleres, cortaban las oraciones al medio, como aquel que se encontraba armando una historia sobre un almirante en San Pedro: Estoy tremendamente agradecido a todas las damas de San Pedro por la maravillosa hospitalidad que demostraron con los hombres de la flota durante nuestras recientes maniobras, y gracias por inolvidables noches que nunca podré reemplazar y gracias por inolvidables noches que nun…

Aparentemente la conquista de la Tierra por parte de Uruguay estaba completa. Aún restaba, por supuesto, la ocupación formal por sus fuerzas armadas. Que sus tropas, estando en completa posesión de sus facultades, pudieran establecer su supremacía entre los idiotas, hecho que no se dudó ni por un instante. Se asumió que, al no haber nada más que locura por combatir, la ocupación sería levemente estimulante y disfrutable. Se supuso que sus locos enemigos harían algunas cosas bastante divertidas y pintorescas con sus buques de guerra y tanques, y luego se rendirían. Lo que no anticiparon fue que sus enemigos, estando idos, no tenían intención de hacer la guerra en absoluto. La ocupación resultó sin derramamiento de sangre y singularmente insignificante. Por ejemplo, un destacamento de sus tropas aterrizó  en Nueva York y tomaron el edificio RKO, el cual se hallaba bastante vacío en ese entonces; y no fueron más llamativos en el pueblo que los Caballeros de Pitias. Uno de sus buques de guerra se dirigió hacia Inglaterra y el oficial a cargo se enfureció tanto cuando ningún barco hostil salió a enfrentarlo que envió un radiomensaje (que por supuesto nadie en Inglaterra escuchó): “¡Salgan ya, ratas cobardes!”.

Fue la misma historia en todas partes. La supremacía de Uruguay nunca fue desafiada por sus tontos súbditos, y casi no fue advertida. Territorialmente su conquista fue magnífica; políticamente fue un fiasco. Los pueblos del mundo apenas si prestaron atención a los uruguayos, y los uruguayos, por su parte, se aburrieron de muchos de sus dominados –en especial de los lituanos, a quienes no podían soportar. En todas partes la gente loca vivía felizmente como si fueran niños, en sus cabezas el viejo refrán: “Y gracias por las inolvidables noches…”. Billones vivían contentos en un paraíso de tontos. La Tierra era generosa y había paz y plenitud. Uruguay contemplaba sus vastos dominios y veía como todo el acontecimiento carecía de autenticidad.

No fue sino hasta años más tarde,  cuando los descendientes de algunos de los primeros americanos idiotizados crecieron y recuperaron sus sentidos, que hubo en el mundo un retorno generalizado a la cordura; las fuerzas aéreas y terrestres restablecieron su poderío bélico, y se dio inicio a la lucha por la venganza que con el tiempo involucró a todas las razas de la Tierra, destrozó a Uruguay y destruyó a la humanidad sin dejar rastro alguno.

FIN